Sentir
que el mundo se viene abajo es desesperante. Quizá muchos habitantes de la
tierra hayan pasado por situaciones límites. El ataque de un animal feroz, la
caída de un rayo (centella), la sacudida de un temblor de tierra, la ocurrencia
de un terremoto, maremoto, tsunami, el azote de un huracán...
Todos
estos sucesos te llevan a situaciones límites. No sabes qué hacer, dónde
guarecerte y salvar el bien más preciado: la vida.
La
noche del 24 y la madrugada del 25 de octubre de 2012 serán inolvidables para
todos y cada uno de los que vivimos en la provincia Santiago de Cuba. Un
huracán llamado Sandy descargaba sus fuerzas sobre todo lo que se le interponía
a su paso.
Para
los que como yo nunca habíamos visto un fenómeno semejante será imposible
borrar esa experiencia de la mente. Unos vientos horrendos, sonidos
indescriptibles... una, dos, tres, cuatro... casi cinco horas de azote
constante.
Al
fin algo de calma. ¿Qué había quedado? Era la pregunta hecha de manera
colectiva. Una escena horrenda como salida de las películas de medianoche se
presentaba ante los ojos de quienes lo habían perdido todo o casi todo.
En
un primer momento hubo llantos, lamentos, incertidumbre, desconsuelo,
desesperanza, desaliento, una inercia pesada movía a todos. Se imponía el orden
y el trabajo. Entonces llegó el abrazo de consuelo, el apretón de manos, la
solidaridad humanizada, la mano amiga para empujar juntos a la tierra herida.
A
casi un año del Sandy todavía quedan huellas nadie lo duda. Falta mucho por
hacer, sin embargo ya se respira otro aire en este terruño. Las casas se van
cubriendo de techos, las construcciones se van levantando, otro es el panorama
que se vislumbra.
Y
siguen frescas en la memoria las imágenes dejadas por aquel fenómeno que la
noche del 24 de octubre del 2012 mostró el rostro más destructivo de la
naturaleza.
El mundo se vino abajo, cierto, pero ya otras son las imágenes
y el aire que se respira en este terruño de gentes trabajadoras y humildes.