Cuando los hijos nacen y van creciendo
nos dan alegrías de todo tipo. Escucharles decir mamá, pedir alimentos… pero
abrazarnos y decir que nos quieren hasta el corazón es una suerte de imán al
cual quedamos pegados para toda la vida.
Sucede todo el que descendencia tiene
en este mundo. Los hijos van creciendo y una madre madura al paso del tiempo.
¿Será suficiente una vida para amarlos y conducirlos por buenos caminos?
Nunca será bastante el tiempo, ese
tiempo que avanza indetenible ante momentos buenos y malos, él simplemente pasa
y solo nos damos cuenta cuando vemos a un hijo hombre o mujer delante de
nosotros como si nada.
Ahí mismo tropezamos con las más
variadas contradicciones: los gustos, las modas, las maneras de actuación, las
relaciones con sus coterráneos y tantas otras actitudes que nos convencen de su
crecimiento.
“Los hijos se parecen más a su tiempo
que a sus padres” o “Hija eres y madre serás” son frases que ilustran este
fenómeno contradictorio entre los jóvenes hijos y sus progenitores.
Quizá el problema vaya más allá del
entendimiento humano o los análisis de psicólogos, sociólogos y otros especialistas dedicados a estudiar los
comportamientos humanos y sus causas.
Esa no es mi pretensión. Sencillamente
quiero decir que mis hijos, los 2, han crecido, ahí están mis mejores obras, el
mayor orgullo de mi vida y mi razón de ser.
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