Todavía
no tenía la certeza. Pero tenía un miedo atroz, sabía que iba a perderlo en
cualquier momento, ¿cómo iba a vivir sin mi protección?, ¿quién ocuparía mi
lugar?
El
miedo no era otra cosa que pasión. Una pasión sin límites por aquella minúscula
criatura que llevé en mis entrañas por nueve meses. Mi hijo creció.
Ya
es un hombre, me decían unos, parece tu hermano menor me alertaban otros (yo en
la gloria). Repito, no tenía la certeza de ese suceso, no quería aceptar que mi
hijo el varón, el primero se había convertido en un hombre sin apenas
percibirlo.
Llegó
un momento difícil para la familia toda, el niño había terminado el
preuniversitario y debía irse al servicio militar. Volvía el miedo a apoderarse
de mí. Dejaba de razonar una vez más, que mi hijo creció.
Han
pasado uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... once meses, casi termina el período del servicio militar y lo
veo responsable, inmenso, extraordinario.
Ahora vendrá una etapa más extensa, llegará la universidad otras serán las exigencias y las responsabilidades a cumplir
por este niño salido de mis entrañas y que para orgullo mío creció.
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